El concepto de “bárbaro”, etimológicamente “el que balbucea”, y que se refiere, en el mundo antiguo a toda persona incapaz de hablar en griego o en latín, plantea el problema de la integración del extranjero dentro de la civilización romana, así como el de la utilización política que el Imperio hizo de tal concepto. En efecto, en un sentido amplio, el bárbaro es aquel que carece de la ciudadanía romana, pero también con la noción de “bárbaro” se designa a todo pueblo que, despojado de las más elementales características propias del mundo civilizado, amenaza la integridad territorial y moral del Imperio, siendo, en este segundo sentido, un concepto eminentemente político y cultural. En el presente ensayo nos referiremos a esta segunda noción.
En una escena de la película La caída del Imperio romano, de Anthony Mann, un soldado romano se lleva las manos a la cabeza ante el inminente ataque de los germanos al grito de “¡bárbaros! ¡torturas! ¡sacrificios!”. Toda una declaración de identidad salvaje si no fuera por la circunstancia de que el emperador romano decide pasar a sangre y fuego a esos “salvajes” cuando de forma pacífica se instalan en sus nuevas tierras. Y es que “estaba bien que los romanos pasaran a sus oponentes a cuchillo, como a simple ganado, pero que los bárbaros hicieran lo propio con los romanos era antinatural y profundamente chocante” (Jones, 2008, 143). Asimismo, el hecho de que César masacrara a un millón de galos en su conquista de la Galia debe verse, en la óptica romana, como un símbolo de extensión de la civilización o como un acto histórico inevitable, quizá como occidente debió interpretar que Churchill dejara morir de hambre a entre 3 y 5 millones de bengalíes durante la Segunda Guerra Mundial, algo inevitable que alcanza a seres humanos inferiores dignos de menor protección. No nos engañemos, lo que define al “bárbaro” no son sus actos sino su posición en algún lugar geográfico perteneciente a la periferia. El “bárbaro” es un mero concepto, una realidad imprescindible, útil y funcional para el Imperio, un elemento de cohesión de la sociedad romana, el famoso “enemigo exterior” de Gramsci que posibilita que los ciudadanos sigan sirviendo a las elites.
A pesar de la posición genérica que asume el bárbaro dentro de la civilización romana, no podemos obviar las distintas sensibilidades que existen en torno a su imagen. En efecto, el poder político romano, a través de sus líderes, asumió dos ideas contrapuestas con respecto a los germanos y, en general, los pueblos extranjeros durante la dinastía de los Antoninos. La primera, cuyo máximo representante es Marco Aurelio, apoya su integración dentro de la sociedad romana; la segunda, representada por el frívolo Cómodo, apuesta por su destrucción. La visión humanista del emperador filósofo se contrapone al realismo brutal del poder bélico, de la fuerza bruta. Fiel a su humanitas Marco Aurelio pretende asimilar a los pueblos del norte, caracterizados por su feritas, tratando de extender la cultura romana a todo el Imperio, al tiempo que defiende con fuerza el limes, un limes que constituye una frontera cultural, más que geográfica. “Vencer y convencer” parecen ser principios de su actuación. A la batalla y victoria física sobre el enemigo debe seguir un proceso de entendimiento basado en la transmisión de las ideas civilizatorias romanas, unas ideas con las que convencer a los bárbaros del norte de la pertinencia de colaborar, como ciudadanos, de las bondades de la prosperidad, una prosperidad que pasa, necesariamente, por asumir la cultura romana, aunque sin cerrarse mentalmente a la recepción de la influencia extranjera en aquello que resulte útil a Roma. Marco Aurelio persigue el bien común bajo el principio de que “lo que no beneficia al enjambre, tampoco beneficia a la abeja” (Marco Aurelio, Libro VI, 54). Y es que “el reinado de Antonino Pío y Marco Aurelio constituye el único período de la historia en que la felicidad de un gran pueblo era el único objetivo del gobierno” (Gibbon, 2005, 87). Timónides, consejero de Marco Aurelio, representa, en esta línea de pensamiento, el éxito de la integración. El filósofo griego que fue esclavo y que interviene en el Senado para defender las ideas de Marco Aurelio se presenta como el ideal del hombre romano culto que, a la severitas, añade la cultura griega, siempre admirada por Roma, sin caer en la vanitas. El éxito del mestizaje y de la interacción de las culturas; siempre, eso sí, bajo el dominio del Imperio. Su muerte, a manos de los soldados de Cómodo, supone el triunfo de la posición belicista y destructiva, la que propugna la destrucción del bárbaro como ser infrahumano y salvaje al que Roma debe aniquilar. Frente a la posición humanista se alzan los “halcones” del Imperio que cuentan su grandeza por el número de pueblos subyugados o, si es necesario, eliminados.
Esta segunda visión del extranjero resulta más manejable desde el poder político al simplificar enormemente el discurso reduciéndolo únicamente a la victoria, detrayendo, por consiguiente, el elemento de convicción, que requiere siempre de un compromiso intelectual entre el poder político y los ciudadanos. La simple llamada al odio y el soborno como medio de compra de las voluntades constituyen argumentos más inteligibles para la plebe y los soldados romanos, a quienes interesan más bien poco las Meditaciones de Marco Aurelio. De ahí las dificultades de Marco Livio Metelo, el personaje ficticio de La caída del Imperio romano, para frenar a Cómodo acudiendo a la mera formulación de principios éticos.
En el plano de las realidades efectivas, no puede afirmarse que las ideas de Marco Aurelio fueran acompañadas de períodos de paz y que las de su hijo, Cómodo, vistieran el manto de la guerra. Si nos atenemos a los hechos históricos, no podemos obviar que el tiempo de Marco Aurelio se caracterizó por los duros enfrentamientos que sostuvo con los partos y con los pueblos germanos, mientras que la época de Cómodo puede calificarse de pacífica en lo que se refiere a política exterior. Sin perjuicio de que nos sea más agradable la figura del emperador humanista que la del neurótico de su hijo, no podemos dejar de poner de relieve esta circunstancia y, yendo más allá, quizá deberíamos plantearnos hasta qué punto el discurso político, incluso el filosófico, no está vestido de hipocresía. Al respecto, el paralelismo entre el humanista Obama (y sus drones) y el frívolo Trump no deja de inquietarnos.
Por otro lado, desde el punto de vista de los bárbaros del norte, Roma era el enemigo que amenazaba su limes, su propia civilización, el adversario al que había que destruir. Era una clara postura de oposición, sin ambages. Con respecto a los bárbaros orientales, fundamentalmente Grecia, Roma era la barbarie. Este punto nos parece capital. En efecto, Roma heredó de Grecia la dualidad civilización/barbarie y la hizo suya, pero para los griegos, admirados culturalmente, los romanos eran los “bárbaros” y ellos, desde luego, la civilización, la cultura. Cabe afirmar un cierto complejo de inferioridad de Roma frente a la cultura griega, de la que asumieron numerosos principios.
Asimismo, la figura del “bárbaro” es utilizada, a veces, como ejemplo de austeridad, como ejemplo de severitas, esa severitas que en el pasado reclamara Marco Porcio Catón y que se reflejaba en las llamadas mores maiorum, entendidas estas como el conjunto de costumbres de los antepasados. En tiempos de molicie y frivolitas, los bárbaros podían resultar un elemento pedagógico, con sus costumbres austeras y su vida frugal.
En conclusión, puede afirmarse que la noción de “bárbaro” nos remite más a un concepto geopolítico que a un conjunto de costumbres salvajes o creencias irracionales. Para un Imperio, los bárbaros son o pueden ser todos aquellos que conforman su periferia, los extranjeros a cuyo través las elites construyen el concepto de “enemigo exterior”. Sobre su imagen y percepción en Roma, cabe subrayar la existencia de posturas integradoras y de posiciones excluyentes, las “palomas” y los “halcones” modernos. Las posiciones humanistas se enfrentaron al realismo político produciendo importantes fracturas dentro del propio Imperio, al tiempo que acentuaban su decadencia. Sin embargo, toda la filosofía del mundo no le sirvió a Marco Aurelio para lograr paz y estabilidad durante su mandato.
-Beard, M. (2016). SPQR. Barcelona. Editorial Crítica.
-Duplá, A. (1996). El bárbaro en Roma. Vitoria-Gasteiz. Ayuntamiento de Vitoria- Gasteiz.
-Gibbon, E. (2005). Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Barcelona: RBA Coleccionables.
-Guzmán. F.J. (2003). El relevo de la barbarie: la evolución histórica de un fecundo arquetipo clásico. Revista Veleia, nº 20, p. 331-340.
-Jones, T. (2008). Roma y los bárbaros: una historia alternativa. Barcelona: Crítica.
-Marco Aurelio. (2003). Meditaciones. Barcelona. RBA Coleccionables.