En la crisis del COVID-19 el mundo jurídico está reaccionando como era de esperar, es decir, manifestando su inoperancia y su consabida dosis de irrealidad. La teoría imperante, la “iuriscéntrica”, que afirma que el derecho se sitúa en el centro y la sociedad, la economía, la política, la ciencia y demás planetas de conocimiento dibujan órbitas desiguales a su alrededor, impide que el derecho y sus operadores jurídicos sean capaces de dar respuesta a las distintas realidades sociales. Nada nuevo bajo el sol. Propuestas, contrapropuestas entre los grupos dirigentes, con escasa o nula participación de quienes de verdad conocen ese mundo jurídico, es decir, quienes se baten el cobre cada día en los juzgados. Grupos rectores, de impronta “precopernicana”, que parecen no haber advertido que el derecho es una disciplina de conocimiento que orbita alrededor de la sociedad y sus necesidades, generan un inmovilismo que, en esta concreta crisis, se manifiesta en una paralización de la justicia que no tiene precedentes. Mientas el papel se amontona en los juzgados y jueces y letrados de las distintas administraciones permanecen en sus casas de brazos cruzados a cambio de cobrar la nómina entera, muchos ciudadanos y numerosas empresas esperan con ansiedad sus juicios, la resolución de sus conflictos. Mientras la dirigencia discute las más que nunca vacuas solemnidades que deben reunir las reformas de agilización procesal, la sociedad espera respuestas, no ritos. El derecho no es una liturgia, no es una misa de domingo por la mañana basada en la fe sobre sistemas imaginarios, sino una necesidad operativa tangible que pivota sobre realidades concretas.
De todo ello se desprende que el derecho lleva un retraso de aproximadamente cinco siglos sobre la astronomía. Un retraso que sería preocupante si existiera una conciencia sobre la problemática pero que, no existiendo tal conciencia, cabe reputar como trágico. Al mismo tiempo, los Copérnicos y Galileos que denuncian una y otra vez las gravísimas carencias del mundo jurídico, son quemados en la hoguera de la irrelevancia, preteridos frente a los sacerdotes ptolemaicos, guardianes de las esencias, o, lo que es lo mismo, guardianes de un sistema jurídico erróneo que solo sirve para proteger sus sotanas, es decir, sus privilegios.