En esta entrada podemos leer una brillante reflexión de David Castell, letrado de la Seguridad Social en Barcelona, sobre la crisis que vivimos actualmente. Consciente de la importancia que supone poseer una Administración Pública que persiga el interés general, David pone de relieve la necesidad de un cambio en nuestra forma de entender «lo público».

Según la RAE, una sociedad, en su primera acepción, es “el conjunto de personas, pueblos o naciones que conviven bajo normas comunes”.
En cuanto al concepto de Administración Pública, el diccionario del español jurídico de la academia la define como “la Administración formada por el conjunto de los organismos y dependencias incardinados en el poder ejecutivo del Estado, que están al servicio de la satisfacción de los intereses generales, ocupándose de la ejecución de las leyes y la prestación de servicios a los ciudadanos”.
Parece tener cierta lógica pensar que la calidad de la convivencia de una sociedad, aunque con participación de otros factores, será directamente proporcional a la de su Administración Pública.
Empezando por la primera, para aquellos ciudadanos como yo que creemos decididamente en lo público, en una Administración fuerte como garante de la igualdad entre las personas y en que el bien común siempre se debe ubicar en priorizar lo colectivo frente a lo individual, la actual crisis sanitaria (que también lo va a ser social y económica) no hace sino reforzar nuestro planteamiento, sin que sus muchos detractores tengan hoy un solo argumento sólido para rebatirlo.
Y ello porque en estos días nadie duda que con actuaciones individualistas y descoordinadas la situación no sólo no se solucionaría, sino que se vería agravada. Es más, todo el mundo tiene claro que sólo con una actuación conjunta, unitaria y solidaria puede superarse la actual crisis.
Por ello creo que debemos aprovechar esta situación (como ha ocurrido o debió ocurrir con otros eventos históricos) para aprender que es lo realmente importante y transformar en consecuencia nuestra sociedad (y con ella nuestra Administración Pública).
Creo que no soy el único que está cansado y hastiado de ver, presenciar, incluso participar en comportamientos individuales egoístas y sobre todo desleales y desconsiderados con los demás, claramente integrados y normalizados en nuestro sistema político, social y económico, como si no hubiera alternativa, como si en cada situación siempre tengan que existir vencedores y vencidos, triunfadores y fracasados.
Habría que plantearse, aunque fuera por un segundo, como sería nuestra sociedad si los valores, actitudes y prioridades que hoy protagonizan la actuación individual y colectiva del ser humano se perpetuaran una vez la amenaza del Covid-19 se haya reducido lo suficiente como para no condicionar nuestras vidas cotidianas como ocurre ahora mismo.
Aplicando esa bonita ficción, todo el mundo percibiría que la mayor garantía de su calidad de vida estaría en proteger el sistema de todos y no en hacer la guerra por su cuenta, en que el mayor y mejor beneficio, no es aquel en el que se obtiene ventaja respecto al de al lado, sino aquel del que todos pueden aprovecharse.
Parece evidente que de esta forma se reducirían sensiblemente los niveles de pobreza, de desigualdad (y con ellos los de conflicto social) y esa sensación de enfrentamiento constante entre intereses contrapuestos que tan presente está en nuestros tiempos. Por el contrario, aumentarían sin duda los niveles de percepción individual de felicidad, los de justicia social y aumentarían los sentimientos reales (y no únicamente de bandera) de pertenencia a una sociedad y a una nación.
El único coste se centraría en que el crecimiento económico, el progreso social, los avances tecnológicos ya no serían tuyos ni míos, de un territorio u de otro, sino de TODOS, so pena, por su reparto, de llegar de una forma más gradual y menos intensa, pero también más sostenible y menos desigual.

A mí ese coste me merece la pena, y creo que a todos en general, aunque a algunos les cueste verlo o bajarse de su gran nube de privilegios. Espero que este debate se plantee seriamente para que situaciones como la que estamos viviendo no vuelvan a mostrarnos por enésima vez el camino correcto, para que no vuelvan a evidenciarnos nuestra incapacidad para convivir como seres humanos.
Como trabajador público, paso ya a la segunda parte del título, creo que uno de los motores que deberían impulsar, promover y liderar esa transformación (junto con el sistema educativo) es nuestra Administración Pública.
Sin embargo, y hablo siempre desde mi experiencia, creo que esto, por el momento, está lejos de producirse.
Basta con acudir a la visión que una buena parte de los españoles tiene de su Administración, para advertir que, lejos de percibirla como una garantía de satisfacción del interés general, estamos más bien ante un grupo de privilegiados, laboralmente hablando, tras un período más o menos largo de oposición. Sin obviar la parte demagógica y sensacionalista de tan generalista definición, no se puede discutir que algo de realidad hay en ella. Y es que, si se busca la respuesta más repetida entre los aludidos, la ganadora es un elocuente “haber estudiado”, réplica que, tras rebajarse a la categoría del ataque, flaco favor hace a la función pública.
Por mi experiencia en cinco años de ejercicio, la Administración, en múltiples ocasiones (y por suerte, no en todas), lejos de ser la cabeza de un sistema público que prioriza a los ciudadanos, demuestra no ser más que una pequeña muestra de la sociedad actual, un conjunto de individuos que, como abducidos por su propia Organización, parece no tener más capacidad que para ocupar su silla, respecto a la que curiosamente desarrollan un extraordinario sentimiento de pertenencia que recuerda a los privilegios eclesiásticos o a los títulos nobiliarios
Como decía, en estos años he presenciado, en un número de veces poco deseable, ejercicios de formalismo administrativo (en lenguaje actual, “postureo”) tan exagerados que parecen una reducción al absurdo, en los que el objetivo supremo no pasa de registrar la hora de entra o salida de una jornada, firmar un documento o hacer acto de presencia en determinada actuación. Y lo más preocupante no es que lo anterior se tolere, que también, sino que se promociona, siendo ya clásicas las definiciones del buen funcionario como el que “cumple expediente” o “que no se sale del tiesto”, en fiel cumplimiento de una especie de comportamiento autómata que consiste repetir lo que hizo tu predecesor y hará el que te sustituya.
De manera, y aquí viene lo preocupante, que todo aquel que proponga una forma nueva de hacer las cosas o una vuelta de tuerca más en el desarrollo de las funciones, se verá abocado a un esfuerzo realmente heroico para no caer en la desidia o en la resignación, pues verá como su propuesta no se juzga por sus resultados o las bondades de sus efectos en la función pública, sino simplemente por si supone o no más trabajo para el autómata o por si deja o no a la vista las carencias o perversiones del sistema, como si el mismo tuviera que autoprotegerse del exterior, cuando precisamente existe por y para los que están fuera de él.
Por ello, como ocurre en el caso de la sociedad, creo que a la Administración, o al menos en el ámbito al que pertenezco como cuerpo superior jurídico de la misma, le toca una profunda reflexión que preceda a la transformación ya aludida, pasando de unos valores, principios y criterios rectores de su actuación impregnados por el individualismo a otros que de verdad puedan definirse como garantes de la colectividad, empezando por exigir no sólo el mantenimiento o mejora de nuestras ya aventajadas condiciones laborales sino sobre todo porque dispongamos de medios y condiciones en el ejercicio de nuestra función que aseguren que la misma tiene con fin último el interés general y el servicio al ciudadano (propio de la definición con la que se empezada este escrito), aunque todo lo anterior deba (y no sólo pueda) suponer que todos tengamos que asumir más responsabilidades y pasemos a ser un colectivo algo menos privilegiado.
Para mí una Administración sin en esta orientación carece de sentido y no hace sino frenar la necesaria evolución y transformación de nuestra sociedad. Por ello, debemos no sólo permitirla, sino asumirla como propia y ser parte importante de la misma.
Sólo así, con estas dos transformaciones, y sólo quizás, formar parte de una Administración y, sobre todo, de una sociedad pase a redundar en beneficio de TODOS y no sólo de unos cuantos.
David Castell Serrano, letrado de la Seguridad Social