Hace ya años que vengo observando que el hombre occidental se ha divorciado del mundo para adherirse a una realidad virtual de dudosa solidez. Es el mismo hombre occidental que, creyéndose dueño de su destino desprecia a quien nace en latitudes diferentes, más humildes, más humanas. El mismo ser humano que descubre, sorprendido, su esencia mortal, su mísera realidad.
Así,el coronavirus se nos aparece como una novela naturalista de Zola que, lejos de formar parte de nuestro tiempo de ocio, se transforma en una página de nuestra vida. O quizá en varias. No deja de ser un grave error formativo que las marcas hayan manipulado nuestro inconsciente hasta el punto de provocarnos la aporofobia y el desprecio hacia todo aquello que no es «cool». Los personajes de Zola existen, como también existen las reflexiones de Séneca recordando a sus lectores que no es inteligente tratar con desdén a los esclavos, pues el destino es cambiante, la suerte muta, y aquellos que hoy visten traje de general pueden pasar a vestir el raído ropaje de los parias; así como que estos, asimismo por mutaciones de la suerte, pueden devenir en amos caprichosos y celosos de sus bienes.
En este contexto, la figura de mi abuelo invade hoy mi memoria con insólita nitidez. A mi abuelo siempre le pareció que una de las máximas aspiraciones a que podía aspirar un hombre serio e inteligente consistía en pasar por el planeta Tierra sin provocar grandes lamentos ni molestias. Aceptar la vida finita y no molestarse por que la muerte le acechara a partir de los 90. Pensar que, ciertamente, el ser humano está sujeto a las fuerzas de la naturaleza y que, negarlo, es síntoma de estupidez. A mi abuelo no le habría sorprendido el coronavirus sino la estupidez humana con que muchos lo afrontan, rasgándose las vestiduras al comprobar que muchos nonagenarios fallecen. Le habría sorprendido constatar que todos los avances tecnológicos no le han servido al hombre occidental para conocer su lugar en la Tierra sino para ignorarlo, víctima de su soberbia y de su falta de realidad.
Seguramente casi todos sobrevivamos al coronavirus, aunque la sobrevivencia, por desgracia, no nos hará más humanos. Seguiremos echando mierda sobre el débil, despreciando al paria. Seguiremos colgando estúpidas fotografías en Instagram y en Facebook, proyectando nuestra caquexia moral. Juzgando con firmeza al inmigrante y con benevolencia al blanqueador de capitales. Soñando con la inmortalidad pero no con la sabiduría. Por desgracia, el coronavirus solo nos hará algo más humanos mientras perdure su actividad. El día que descubramos la vacuna volveremos a ser tan imbéciles como antes; nos creeremos inmortales y dueños del planeta, hasta que el planeta nos expulse hastiado de tanta inepcia, optando por especies más gratas, como los simpáticos lobos marinos de Galápagos o las tranquilas tortugas terrestres de la Isla Floreana, especies más sabias, más realistas.